Hace unos meses, no demasiados la
verdad, hubiera negado totalmente la posibilidad de que un ser humano pudiera
alcanzar las estrellas, rozar el techo del mundo cual ave solitaria. “Las
personas somos solo carne, hueso y un poco de campos eléctricos” decía. Suerte
que abandone aquel estado de desconocimiento, pasado de muerte y
descomposición.
Antaño no era como ahora, era un
ser mayormente científico, cuadriculado y nada soñador, con pocas aspiraciones
más que las propias de una entidad viva, que nace y muere en el apogeo de su
vida. Día a día avanzaba, ignorando como las cualidades más bellas de los
sentidos eran desconocidas para mí, mas no me flagelaba, ya que era
desconocedor de tan brillante magia, exánime por las nuevas tendencias. Era
fácil, aquellos gestos solamente entraban y salían, pasaban una y otra vez
como si se tratase de la repetición de una partida de ping pong, yendo de un lado
hacia otro, perpetuo y pasivo. Pasaba el tiempo y mi mente seguía sin
comprender como grandes pensadores afirmaban que podían volar, que ellos, en algún
momento de su vida, flotaban.
Pobre de mí pasado yo, cuantas
historias se perdería, cuantos mitos y leyendas no llegará a conocer. Ese
antiguo yo estaba esclavizado voluntariamente, se dejaba engañar con facilidad
por seres crueles y moribundos por dentro, gustosos de ganarse un nuevo títere
por semana para sus maquiavélicos planes. Aunque pensaba estar libre de dicha
sugestión, tengo que admitir que también caí en el influjo de la ignorancia
desmedida como forma de vida, como método para contar historias y sucesos
espectaculares a aquellos entes corruptos.
Gracias es la palabra. Gracias es
lo que tengo que decir a aquellas personas, que sin saberlo, me ayudaron de una
manera tan grandiosa, transformándome en el Coloso de Rodas. Ella, la que me
proporcionó la luz necesaria en forma de cuerda para poder alumbrar y escapar
del abismo de mis sentimientos devoradores. Él, aquel señor que alzó su escudo
espartano para protegerme de los brutales ataques de la realidad. Ella, la que
mató al lado tenebroso de mi ser con sus conocimientos y sus desvaríos, su
prosa resulto ser el perfumado y ácido veneno que necesitaba hallar mi lado más
espiritual para corroer sus ignotas cadenas.
Ahora, he descubierto el secreto
del vuelo sin motor, de cómo un simple mortal puede fingir ser Ícaro por unos
instantes, aunque breves, épicos. Lo más gracioso, si cabe, es que siempre tuve
la respuesta delante de mis narices, pero era incapaz de descifrarla, no
comprendía aquel idioma, tan complejo por entonces. Resulta que la respuesta no
era otra que creer, no en cosas materiales, ni en seres mitológicos y fantásticos,
sino en el simple y a la vez inmenso poder que esconde la felicidad en los ojos
de un amigo. Eso, lectores, es el motor de la humanidad, y el causante de que,
a día de hoy, afirme que puedo volar.
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