martes, 10 de abril de 2012

¿Por qué sé que puedo volar?


Hace unos meses, no demasiados la verdad, hubiera negado totalmente la posibilidad de que un ser humano pudiera alcanzar las estrellas, rozar el techo del mundo cual ave solitaria. “Las personas somos solo carne, hueso y un poco de campos eléctricos” decía. Suerte que abandone aquel estado de desconocimiento, pasado de muerte y descomposición.


Antaño no era como ahora, era un ser mayormente científico, cuadriculado y nada soñador, con pocas aspiraciones más que las propias de una entidad viva, que nace y muere en el apogeo de su vida. Día a día avanzaba, ignorando como las cualidades más bellas de los sentidos eran desconocidas para mí, mas no me flagelaba, ya que era desconocedor de tan brillante magia, exánime por las nuevas tendencias. Era fácil, aquellos gestos solamente entraban y salían, pasaban una y otra vez como si se tratase de la repetición de una partida de ping pong, yendo de un lado hacia otro, perpetuo y pasivo. Pasaba el tiempo y mi mente seguía sin comprender como grandes pensadores afirmaban que podían volar, que ellos, en algún momento de su vida, flotaban.

Pobre de mí pasado yo, cuantas historias se perdería, cuantos mitos y leyendas no llegará a conocer. Ese antiguo yo estaba esclavizado voluntariamente, se dejaba engañar con facilidad por seres crueles y moribundos por dentro, gustosos de ganarse un nuevo títere por semana para sus maquiavélicos planes. Aunque pensaba estar libre de dicha sugestión, tengo que admitir que también caí en el influjo de la ignorancia desmedida como forma de vida, como método para contar historias y sucesos espectaculares a aquellos entes corruptos.

Gracias es la palabra. Gracias es lo que tengo que decir a aquellas personas, que sin saberlo, me ayudaron de una manera tan grandiosa, transformándome en el Coloso de Rodas. Ella, la que me proporcionó la luz necesaria en forma de cuerda para poder alumbrar y escapar del abismo de mis sentimientos devoradores. Él, aquel señor que alzó su escudo espartano para protegerme de los brutales ataques de la realidad. Ella, la que mató al lado tenebroso de mi ser con sus conocimientos y sus desvaríos, su prosa resulto ser el perfumado y ácido veneno que necesitaba hallar mi lado más espiritual para corroer sus ignotas cadenas.

Ahora, he descubierto el secreto del vuelo sin motor, de cómo un simple mortal puede fingir ser Ícaro por unos instantes, aunque breves, épicos. Lo más gracioso, si cabe, es que siempre tuve la respuesta delante de mis narices, pero era incapaz de descifrarla, no comprendía aquel idioma, tan complejo por entonces. Resulta que la respuesta no era otra que creer, no en cosas materiales, ni en seres mitológicos y fantásticos, sino en el simple y a la vez inmenso poder que esconde la felicidad en los ojos de un amigo. Eso, lectores, es el motor de la humanidad, y el causante de que, a día de hoy, afirme que puedo volar.

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