viernes, 12 de abril de 2013

Miguel


Seis y media de la mañana de otro de esos tantos y eternos lunes. Al compás del monótono sonido del despertador, punzante en la precoz mañana, despierta Miguel. Unos leves bostezos, más de pesadez que de sueño, y el sonido de las pantuflas rascando la moqueta son los únicos acompañantes que tiene. La misma rutina de siempre: diez minutos para asearse, diez minutos para desayunar, cinco minutos para despertar a sus hijos y los últimos cinco minutos para prepararles a estos las carteras, hoy tienen clase. Quince minutos después, deja a sus retoños en el colegio, felices e ignorantes del esclavista día que le espera a su padre, y de su lucha feroz por conseguir que estos sigan ignorando.




Son las siete y media de la mañana, y empieza la primera de las luchas de Miguel. De siete y media de la mañana a tres y cuarto de la tarde, trabaja de camarero en el típico bar de barrio, anclado en el pasado y con una visión empresarial tan pobre que ni es digna de mención. Cafés, tostadas y algún que otro croissant rigen su mañana, acompañado de las incesantes replicas de su jefe, Paco, un cincuentón amargado debido a sus problemas familiares, y que utiliza a Miguel como válvula de escape de su penosa existencia, martirizándole por cualquier leve fallo que comete el pobre padre de familia. –No puedo hacer nada, necesito el dinero- pensaba Miguel.

Al concluir su jornada, coge el coche y se dirige a casa, donde sus hijos esperan a que su querido padre les prepare la comida. Afortunadamente, la hija de la vecina, Laura, que es algo mayor que los chicos, los acompaña a casa cada día. Rápidamente, Miguel prepara una comida sencilla, siempre con una sonrisa en su cara, y sin probar bocado, marcha hacia su siguiente trabajo, no sin antes despedirse de sus hijos, lo único que le mantiene cuerdo y vivo. Como un rayo, recorre la autopista a 120Km/h, no puede permitirse llegar tarde. De cinco de la tarde a nueve de la noche imparte clases particulares a un niño rico del extrarradio. Este chico, desagradecido, vil y prepotente, desprecia a Miguel simplemente por su condición. “Eres un estúpido, ¿y tu estudiaste en la universidad? Vaya imbécil “o “Mi papá es dueño de tres empresas multinacionales, es mucho mejor que tú, pobre de mierda“ eran las frases típicas de Carlos, hijo de Oscar Rey, un importante empresario. Su padre, al contrario que el, era un gran hombre, de familia pobre y trabajador, al igual que Miguel. Se había hecho a sí mismo. Buscaba un profesor de violín, y entre muchos candidatos eligió al único que realmente amaba lo que hacía, aunque por culpa de Carlos, el único ocio que tenía se había transformado en tristeza, desesperación y rabia. –Por favor Carlos, preste atención- era lo único que su boca tenia permitido decir. La música había pasado de ser su más tierna pasión a convertirse en el estridente recordatorio de un niñato insultándole y menospreciándolo. Pero él no lo hacía por vocación, sino por dar lo mejor a sus hijos, lo mejor que sus padres no pudieron darle a él.

Su siguiente jornada no comenzaba hasta las diez y media de la noche, lo que le permitía pasar por casa para acostar a sus hijos, contarles su cuento favorito, La Bella y la Bestia, y revisar su correo en busca de una oferta de trabajo mejor para alguien de su preparación. –Nada- era su respuesta de todas las noches de los lunes. Mas este lunes no paso por casa, ya que decidió ir a comprar unas flores para su mujer, y así no tendría que ir corriendo, como cada martes, a comprarlas. Miguel nunca podría imaginar el enorme error que acababa de cometer. Eran eso de las diez y veinticinco cuando aparco en el parking del Corte Inglés, reservado todo para él. Era guarda nocturno de seguridad, y hasta las cuatro y media de la mañana se pasaba las horas rondando las instalaciones del centro comercial, con el único acompañamiento de una pequeña radio. A eso de las una menos cuarto de la mañana, escuchaba atento como una patrulla policial había perseguido a un sospechoso de asesinato y lo habían acorralado a pocas calles de la suya. –Vaya, espero que los chicos no se despierten con el ruido de las sirenas, no quiero que sepan que no estoy en casa- Pensó. Ignoró la noticia y puso la Ser, ya que en la madrugada del martes emitían un debate político que mantenía a Miguel despierto y entretenido, o todo lo entretenido que puede estar un vigilante de seguridad. Siempre que patrullaba la sección de moda femenina, recordaba a su mujer, y lo guapa que era antes del accidente. Se imaginaba bailando junto a ella, con esos vestidos rojos y largos que tanto le gustaban, y a sí mismo con un traje perfectamente planchado y oscuro, con una corbata de rayas grises y oscuras, las que tanto solía utilizar antes… antes de su muerte. No la había olvidado, no podía. Habían pasado cuatro años desde su adiós, y cada martes, el día en que falleció, recibía un ramo de rosas rojas, sus preferidas, en su tumba.

Cuando estaba recogiendo sus cosas, preparado para el cambio de turno y al fin poder dormir unas pocas horas, escuchó las sirenas de un coche de bomberos, iban en dirección este, hacia el lugar de la persecución. En ese momento, Miguel sintió un escalofrió recorrer toda su espina dorsal, y el sentimiento tan desagradable que nos ocurre a veces, como si algo no fuera bien. Sintonizó de nuevo el noticiero, y escucho que el sospechoso se había atrincherado en un edificio de la calle Maestro Hispano, en el bloque de edificios D, y, al verse acorralado, se escondió en el piso Primero 3D izquierda. Acto seguido, se escucharon tres disparos, y al entrar la policía, el sospechoso prendió fuego al apartamento.

Miguel se estremeció, y con un terror inimaginable, dejo caer la radio de su mano, como intentando alejar esos pensamientos de él. No podía moverse, estaba paralizado. Ignorando su turno, cogió el coche y salió corriendo del garaje. No podía…no quería creerse lo que había escuchado. –Ha sido una ilusión, ha sido una ilusión, tranquilízate Miguel- , se repetía, mas en lo más profundo de él sabía que lo que había escuchado era real. Su barrio estaba acordonado, así que decidió bajar del coche. Cogió las flores y corrió. Corrió como nunca lo había hecho en su vida, no podía perder ni un solo segundo. Necesitaba ver que ocurría. A unos cincuenta metros, la angustia se convirtió en realidad. El humo que expulsaba la ventana de su salón era esclarecedor. Se acercó todo lo que pudo, forcejeando con las autoridades allí presentes. Necesita saber, dentro de él aun quedaban esperanzas. –Quizás hayan escapado- . –Seguro que se han escondido en sus habitaciones- o incluso el pensamiento de que todo era una broma no cesaban de pasar por su cabeza, pero una imagen hizo trizas sus esperanzas. Detrás de uno de los bomberos aparecieron tres camillas. En ellas, tres cuerpos sin vida, de tres pequeños. No estaban tapados, así que pudo ver sus caras, marchitas, con una mirada perdida, aún esperando a que su padre llegase para arroparles. En ese momento, las flores cayeron de su mano, y un grito de dolor hizo temblar los cimientos de todos los edificios. Hincado de rodillas en el suelo, con su corazón destruido y unos gritos desgarradores saliendo de su pecho, para Miguel el tiempo se había detenido en aquel preciso momento. El humo dejo de salir, las sirenas dejaron de sonar, y las luces de los coches patrulla dejaron de alumbrar. Todo era noche, oscuridad y soledad.

En un instante, su vida había quedado destruida, aniquilada, y el sentía que todo era culpa suya, por no ir a ver a sus hijos, por no arroparlos… -quizás eso les hubiera dado más seguridad- pensaba. Pero algo hizo que reaccionara. Tras los demás bomberos, un hombre arrestado salía a su encuentro, como un león adormecido después de una cacería. En un acto de ira incontrolable, Miguel sacó su pistola, ya que aun iba con su uniforme de seguridad, y comenzó a dispararle. Disparó y disparó hasta que agotó las dieciséis balas de su cargador. La policía, al percatarse, tiroteó al pobre perdedor, pero le era indiferente. A pesar de los múltiples disparos, continuó apretando el gatillo mientras caía de rodillas hacía el suelo.
Abatido, Miguel exhaló sus últimas bocanadas de aire, y en un último aliento, pronunció: “Volvemos a estar juntos otra vez, mi amor”













Miguel… despierta Miguel… vamos hombre, despierta, cambio de turno. –Miguel abrió los ojos, sobresaltado-, -¿cambio de turno?, ¿qué estás… donde…me había dormido?-Pepe, el otro vigilante de seguridad, le dijo que se había quedado dormido en la sección de ropa femenina, abrazado a un vestido largo y rojo. Miguel se disculpó, y con un malestar por la pesadilla que acaba de tener, marcho hacia casa preocupado. Sus hijos estaban bien, dormidos y con su lucecita de estrellas colocada, arropados y con el cuento de La bella y la bestia a medio leer. Miguel, reconfortado al ver que estaban bien, fue hacia su cuarto para descansar el poco tiempo que le permitía su estresante horario, pero antes de alcanzar su habitación, pensó por un momento en lo que acaba de ver. Si él no había ido a casa… ¿Quién había arropado y leído un cuento a sus hijos? Ellos aun no saben leer, ni siquiera alcanzan la estantería donde guardaba los libros. Confuso, decidió ignorarlo, y al llegar a su habitación, exhausto, vio como el vestido largo y rojo de su mujer se encontraba en el lado derecho de la cama, donde ella siempre dormía. El, con una sonrisa desdibujada, dejó las rosas rojas en la mesita de noche, se acostó en el lado izquierdo, y abrazó el vestido de su difunta esposa.

2 comentarios:

  1. Me ha encantado, emocionado y atrapado. No podía dejar de leer. Que final. Sufres de desesperación cuando crees que todo ha terminado y al descubrir que era una pesadilla, descubres que era un mal sueño a medias. La mujer sí había muerto, pero aún, cuidaba de los suyos.
    Sigue escribiendo así.

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