domingo, 11 de agosto de 2013

Días grises.


Capítulo 1

Era una cálida tarde de verano como otra cualquiera, el termómetro marcaba unos 32º centígrados, las calles estaban desiertas y solo se escuchaba el lejano ladrido de un perro, seguramente el de los Thompson, que siempre andaba corriendo de aquí para allá. –Necesito una cerveza- pensó Ray Bennet, suboficial del ejército venido a menos, que descansaba plácidamente en una antigua silla de mimbre en el porche de casa. Con no poco esfuerzo, se levantó y casi con obligación fue hacía la cocina, abrió el frigorífico y cogió una cerveza casi congelada, glaciar. Se dirigió al salón y, cual hoja, se dejó caer en el sofá, despertando a su mujer, Claire, que estaba descansado un rato, ya que en media hora tendría que ir a recoger a Madisson a casa de Lory, la hija de los Ferrell.


—Muchas gracias por despertarme estúpido—dijo Claire, algo mosqueada con su marido, ya que nunca presta atención a si hay alguien o no en el sofá.

—Perdona cariño, no me había fijado, pensaba que habías salido ya a por la niña—contestó entre risas Ray, mientras tomaba un buen trago de su cerveza.
Aturdida aun por el recién despertar, Claire se preparó, cogió el coche y fue a recoger a la chiquilla, ya que pronto darían las siete y los Ferrell eran muy escrupulosos con los horarios. Ray salió a despedirla, y mientras ella se marchaba, vió, en la distancia, un coche que le recordaba a un jeep del ejército de tierra. Efectivamente, lo era. El coche aparcó en la puerta de la casa de los Bennet, y Ray no entendía muy bien que era lo que estaba ocurriendo. Del coche bajo una figura poderosa, era el coronel Sanders, un perro viejo que había luchado en Vietnam, con cara de muy pocos amigos y muchos fantasmas a sus espaldas. Aun así, el coronel era un viejo amigo del padre de Ray, Andrew Bennet, fallecido en Vietnam en 1974. 
Tras su muerte, fue él quien se ocupó de ayudar a Laura Bennet, viuda de Andrew, a cuidar del pequeño Ray, proporcionándole dinero y una figura masculina en la que reflejarse. Además, le facilitó un puesto de suboficial en el ejército, algo bastante sencillo y sin riesgos, ya que le aseguró que nunca iría al frente, siendo su labor la de captar nuevos reclutas en los institutos locales. Ray, confundido, invitó a entrar a Sanders a casa, a lo que este accedió sin mediar palabra. Una vez dentro, Ray le preguntó, muy amablemente, el motivo principal de su visita, a lo que Sanders, con una voz firme y ronca, respondió: “Tengo malas noticias hijo. Estamos necesitamos de hombres cualificados en el frente”. Un escalofrío le recorrió toda la espalda. Dejó la cerveza en la mesa, tomó aire y, atemorizado, intentó asimilar lo que acababa de decirle el coronel.

—¿Qué ocurre?— Dijo Ray, armándose de valor.

—Hemos sufrido una importante pérdida de efectivos debido a malas decisiones de nuestros oficiales, por lo que nos vemos obligados a enviar al frente a veintitrés hombres del estado de Colorado con rango OR-4 o superior —añadió el coronel sin vacilar.

—No… no puedes estar diciéndome lo que creo William— replicó el preocupado hombre.

—No ha habido elección, debe marchar a Afganistán mañana, un avión le estará esperando en la base—aseveraba el coronel mientras se retocaba los galones de su traje.

—Pero, ¿y mi familia? ¿Qué será de ellos? ¿No podré ver crecer a mi pequeña? ¿Eso es lo que el ejército de Estados Unidos quiere? ¿Eso es lo que tú quieres? ¿Destruir una familia? ¿¡MI FAMILIA!? —gritaba Ray, totalmente histérico.

—Controla esa lengua chico, sabías que este día llegaría, de una manera u otra, y como superior tuyo te ordeno que acates esta orden, o de lo contrario serás juzgado como desertor— concluyó firmemente el coronel.

—Márchese de mi casa coronel Sanders, usted ya no es bien recibido aquí—murmulló el nervioso hombre, que aún no había asimilado el infernal futuro que le esperaba.

Una vez que el coronel Sanders se había marchado, Ray cayó de rodillas y  rompió a llorar. Solo podía pensar en su mujer y su hija, en que no podría seguir viéndola crecer, en que no iba a volver a abrazar a su mujer y nunca volvería a disfrutar de la compañía de sus dos seres más queridos. Estaba muy alterado, los nervios se habían adueñado de su cuerpo y no podía mantener la calma. Subió y bajó las escaleras varías veces, hasta que se tropezó y cayó escaleras abajo, rodando. Una vez en el suelo, se relajó lo suficiente como para poder oír sus propios pensamientos. Pero no tuvo tiempo. Su teléfono móvil empezó a sonar. Era Claire. Ray tragó saliva e intentó mantener sus ojos secos el tiempo necesario para que su mujer no notara que había estado llorando. Claire solo llamaba para decirle que iban a ir al centro comercial, ya que la niña se había encaprichado con una muñeca que tenía su amiga, y quería otra igual. Ray hizo el amago de reírse y se despidió con un “te quiero” algo poco usual en él, pero Claire no le dio mayor importancia.

Ya en la ducha, Ray imaginaba miles de escenarios posibles en el frente, pero todos acababan de la misma forma, con muerte. En lo más hondo de su ser, sabía que nunca iba a volver, que era un viaje solo de ida. “¿Cómo voy a contárselo a Claire?” se repetía una y otra vez. Decidió que lo mejor era esperar a que Madisson durmiera, para que ella no tuviera que enterarse tan repentinamente. Mientras salía de la ducha, escuchó como abrían la puerta de casa. Su mujer había llegado y detrás de ella, una pequeñaja con bolsas y bolsas de juguetes. Ray se miró al espejo y se convenció a si mismo de que podía mantener la serenidad, era un hombre fuerte y no iba a permitir que su familia sufriese su dolor, lo llevaría dentro. Se vistió rápidamente y bajó a saludar. A su mujer le dio un beso y un largo abrazo, y a su hija la cogió y la levantaba de un lado hacía otro, haciéndola reír.

—¡Estoy volando!  ¡Mira mamá, papá me hace volar! — Exclamaba la pequeña, encantada con la actitud de su padre.

—Ray ten mucho cuidado, no vayas a hacerle daño— Dijo Claire preocupada mientras descargaba las bolsas de la compra en la cocina.

—¿Y todos esos juguetes? ¿Son tuyos princesita? — Decía Ray mientras dejaba a la niña en el suelo.

—¡Si! ¡Mamá me los compró esta tarde en el centro comercial¡ ¿Te gustan? — Parloteaba la pequeña, que empezó a sacarlos todos de las bolsas para enseñárselos a su padre.


Cuando se sentaron a la mesa, Ray apenas podía comer nada, pero luchó contra sí mismo para que Claire no notase que le ocurría algo. Madisson no paraba de hablar sobre la fiesta de Lory Ferrell. Decía que tenían un mago y un payaso, y muchísimos globos con formas de animales. Entre bocado y bocado, decía que para su cumpleaños quería una fiesta aún mejor que la de Lory. Ray homenajeó la exquisita cena que había preparado Claire, y lo buena cocinera que era. Claire empezó a extrañarse de la amabilidad de su marido, y le preguntó que si le había ocurrido algo para estar tan alegre. Ella no imaginaría lo que momentos después iba a descubrir. Cuando estaban terminando de cenar, Ray sonrió y, muy suavemente, dijo a su mujer e hija lo mucho que las quería. Recogió él la mesa y  pidió a Claire que subiera a acostar a Madisson, que era tarde.

Cuando la niña concilió el sueño, Ray le pidió a Claire que bajara al salón, ya que tenía algo importante que enseñarle. Era una carta, dejada por el coronel Sanders antes de marcharse, en donde se daba la orden al suboficial de rango OR-7 Ray Bennet de partir la mañana del día diez de agosto hacía la base de Denver, en el Estado de Colorado, con el fin de tomar un avión hacia Afganistán. Mientras Claire la leía en voz alta, horrorizada, Ray no pudo contener más sus lágrimas y, sin mover un solo músculo de su cuerpo, empezaron a correr lágrimas por su rostro. Claire no daba crédito, no supo que hacer. Le pregunto a Ray si era una broma de mal gusto, no lo creía, no quería creerlo. No podía perder a su marido tan pronto. Le insistió en que no fuera, pero le explicó que la condena por no presentarse era cadena perpetua. Ambos se fundieron en un abrazo rodeado de desesperación. Claire le rogó que no fuera, pero sabía que era imposible, debía marchar. Decidieron apartar el tema y disfrutar del poco tiempo que les quedaba juntos, asique se sentaron el uno junto al otro y rememoraron todos los años que llevaban juntos y las anécdotas que habían surgido a lo largo del tiempo.

Había amanecido, y Ray no podía marcharse, su corazón no se lo permitía. Besó por última vez a su mujer, dejando que ella explicara a Madisson lo que sucedía, porque no se creía capaz de hacerlo él. Al coger el coche, sintió como una parte de él agonizaba según se iba alejando de su hogar, hasta que, al perderlo en la distancia, sintió como algo moría dentro de él. Condujo lentamente, apreciando como el Sol bañaba de luz el oscuro día que representaba para el ese diez de agosto. La base apenas se encontraba a cien metros de su posición, por lo que se detuvo un momento, concentró todas sus energías en intentar relajarse y respiró profundamente durante unos minutos. Con los nervios aun a flor de piel, pero ocultos para el resto de sus compañeros de viaje, bajo del coche y fue caminando hasta el avión que aguardaba su llegada. Echó la vista atrás, tomó aire y pronunció para sí mismo: “Hasta pronto Claire”.


CONTINUARÁ…

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